LA CONCIENCIA

   La conciencia es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que hacen est bien o mal. Este conocimiento intelectual de nuestros propios actos es la conciencia.

   Es innegable que la inteligencia humana tiene un conocimiento de lo que con toda propiedad puede llamarse los primeros principios del actuar: hay que hacer el bien y evitar el mal, no podemos hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros. Iluminada por esos principios de la ley natural ecos de la voz de Dios, la inteligencia (o, propiamente, la conciencia), juzga sobre los actos concretos; el acto de la conciencia es, por tanto, el juicio en que esos principios primeros o los deducidos de ellos se aplican a las acciones concretas. Un ejemplo: se me presenta la oportunidad de asistir a un espectáculo inconveniente; s‚ que hay un precepto divino que manda la pureza del alma; la conciencia juzga y habla interiormente: no debes ir porque eso es contrario a un principio divino.

   La conciencia no es una potencia más unida a la inteligencia y a la voluntad. Se puede decir que es la misma inteligencia cuando juzga la moralidad de una acción. La base de ese juicio son los principios morales innatos a la naturaleza humana, ya mencionados al hablar del contenido de la ley natural (ver 3.4).

 NATURALEZA DE LA CONCIENCIA

   Desde el punto de vista psicológico, la conciencia es el conocimiento íntimo que el hombre tiene de sí mismo y de sus actos. En moral, en cambio, la conciencia es la misma inteligencia que hace un juicio práctico sobre la bondad o maldad de un acto:

a) juicio: porque por la conciencia juzgamos acerca de la moralidad de nuestros actos;

b) práctico: porque aplica en la práctica es decir, en cada caso particular y concreto lo que la ley dice;

c) sobre la moralidad de un acto: es lo que la distingue de la conciencia psicológica; lo que le es propio es juzgar si una acción es buena, mala o indiferente.

   Este juicio de la conciencia es la norma próxima e inmediata – subjetiva- de nuestras acciones, porque ninguna norma objetiva -la ley- puede ser regla de un acto si no es a través de la aplicación que cada sujeto haga de ella al actuar.

   El acto de la conciencia -juicio práctico- sobre la moralidad de una acción puede intervenir de una doble forma:

a) antes de la acción nos hace ver su naturaleza moral y, en consecuencia, la permite, la ordena o la prohíbe.

Actúa -aunque de modo espontáneo e inmediato- a modo de un silogismo, p. ej.:

- la mentira es ilícita (principio de la ley natural),

- lo que vas a responder es mentira (aplicación del principio al acto concreto),

- luego, no puedes responder así (juicio de la conciencia propiamente dicha);

b) después de la acción el juicio de la conciencia aprueba el acto bueno llenándonos de tranquilidad, o lo reprueba, si fue malo, con el remordimiento.

   Por eso señala San Agustín (cfr. De Gen. 12, 34: PL 34, 482) que la alegría de la buena conciencia es como un anticipado paraíso.

   Conviene aclarar que cuando la conciencia actúa después de la acción no influye en su moralidad, y si se diera el caso de que sólo después de realizado un acto el hombre se diera cuenta de su inmoralidad, no habría cometido pecado formal, a menos que hubiera habido ignorancia culpable. Sería una acción materialmente mala, pero no imputable.

 REGLAS FUNDAMENTALES DE LA CONCIENCIA

   Antes de analizar los diversos tipos de conciencia que pueden darse en el hombre, señalaremos brevemente las reglas generales por las que hay que regirse:

 NO ES LICITO ACTUAR EN CONTRA DE LA PROPIA CONCIENCIA

   Ya que es eco de la voz de Dios y, como hemos dicho, es la norma próxima de la moralidad de nuestros actos.

   Actuar en contra de lo que dicta la conciencia es, en realidad, actuar en contra de uno mismo, de las convicciones más profundas, y de los primeros principios del actuar moral.

   Y ¿qué pasa, podemos preguntarnos, con la conciencia errónea? Es decir, la conciencia que equivocadamente cree que un acto bueno es malo o que un acto malo es bueno. Siendo consecuentes con la regla que acabamos de dar, diremos que hay obligación de seguirla, siempre que se trate de una ignorancia que el sujeto no puede superar, porque ni siquiera se da cuenta de que está en la ignorancia.

Podemos aclarar esta idea con algunos ejemplos:

   Como consecuencia de una educación deficiente, alguien puede pensar que tomar bebidas alcohólicas aun moderadamente es ilícito. Si en una fiesta le ofrecen una copa y piensa que beberla es malo, al hacerlo comete pecado, porque actuó en contra de lo que le dictaba la conciencia (el acto ser materialmente bueno, formalmente malo).

   También puede suceder lo contrario: por mala formación inculpable, pienso que tengo obligación de mentir para ayudar a una persona; en ese caso estoy obligado a mentir y peco si no lo hago, aunque ese acto sea en sí mismo malo (materialmente malo; formalmente bueno, si la ignorancia era invencible).

   Es preciso señalar, sin embargo, que estos casos aunque puedan darse a veces no son corrientes. Lo ordinario es que la conciencia errónea está basada en un error superable y, por tanto, la conciencia misma obliga a salir de él, poniendo la diligencia razonable que ponen las personas en los asuntos importantes.

 ACTUAR CON DUDA ES PECADO

   Por lo que es necesario salir antes de la duda. De otro modo, el sujeto se expone a cometer voluntariamente un pecado. Ver al respecto el inciso 4.3.3, in fine.

 OBLIGACION DE FORMAR LA CONCIENCIA

   Ya que si la conciencia se equivoca al juzgar los actos por descuidos voluntarios y culpables, el agente es responsable de ese error (cfr. Lc. 11, 34-35).

   Es oportuno insistir en que la conciencia no crea la norma moral, sólo la aplica. P. ej., caería en el error -llamado subjetivismo moral- el que dijera: para mí no es malo blasfemar; como sería igualmente ridícula la postura de quien pensara que por opiniones personales se puede cambiar la naturaleza de un metal, o que los ácidos se comporten como sales. Tan sólo se trata de aplicar, al caso concreto, normas objetivas.

 DIVISION DE LA CONCIENCIA

Buscando la mejor comprensión de los estados de la conciencia que pueden presentarse, los teólogos han establecido tres divisiones fundamentales:

a) por razón del objeto

- verdadera: juzga la acción en conformidad con los principios objetivos

de la moralidad

- errónea: juzga la acción en desacuerdo con ellos

b) por razón del modo de juzgar

recta: juzga con fundamento y prudencia

falsa: juzga sin base ni prudencia. Puede ser:

- relajada

- estrecha

- escrupulosa

- perpleja

c) por razón de la firmeza del juicio

- cierta: juzga sin temor de errar

- dudosa: juzga con temor de errar o ni siquiera se atreve a juzgar.

 CONCIENCIA VERDADERA Y ERRONEA

   Como es bien sabido, la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad de las cosas. Cuando esa adecuación falta, se produce el error. Por consecuencia, la conciencia verdadera ser aquella que juzga en conformidad con los principios objetivos de la moral, aplicados concretamente al acto, y la conciencia errónea ser la que juzga en desacuerdo con la verdad objetiva de las cosas.

   Actuaría con conciencia verdadera (juzga de acuerdo a la ley moral) el que dice, por ejemplo:

“ya que cometí un pecado mortal, no debo comulgar”,

“las faltas de respeto hacia tus padres contrarían un precepto divino”.

   Serían afirmaciones procedentes de conciencia errónea las siguientes:

“Por ser madre soltera le es lícito abortar”.

“Como tiene dificultades cuando se embaraza, puede tomar píldoras anticonceptivas”.

   Como se ve, en los últimos casos, hay disconformidad entre lo que preceptúa la ley moral y lo que señala el juicio de la conciencia.

   La conciencia errónea puede serlo vencible o invenciblemente; en el primer caso la conciencia juzga mal por descuido o negligencia en informarse, y en el segundo no es posible dejar el error porque no se conoce, o porque se hizo lo posible por salir de él sin conseguirlo.

   Nótese que esta consideración de la conciencia es idéntica a aquella sobre la ignorancia vencible o invencible pues la conciencia, al fin y al cabo, es un acto de la inteligencia, la cual puede estar afectada por el obstáculo de la ignorancia.

Tres principios que se deducen de lo anterior son:

1o. Es necesario actuar siempre con conciencia verdadera, ya que la rectitud de nuestros actos consiste en su conformidad con la ley moral.

   De aquí surge la obligación -de la que hablaremos más detenidamente después- de emplear todos los medios posibles para llegar a adquirir una conciencia verdadera: conocimiento de las leyes morales, petición de consejo, oración a Dios pidiendo luces, remoción de los impedimentos que afectan a la serenidad del juicio, etc.

2o. No es pecado actuar con una conciencia invenciblemente errónea porque, como ya se explicó, la conciencia es la norma próxima del actuar y, en ese caso, no se está en el error culpablemente.

   No se olvide, sin embargo, que aquí estamos hablando de error invencible, o porque no vino al entendimiento del que actúa, ni siquiera confusamente, la menor duda sobre la bondad del acto; o porque, aunque tuvo duda, hizo todo lo que pudo para salir de ella sin conseguirlo.

   Es posible, por ejemplo, que el campesino sin instrucción religiosa ni acceso a ella ignore invenciblemente alguno o algunos de los preceptos de la Iglesia (ver cap. 15). En el caso de un universitario o de un profesionista católico, esa ignorancia sería vencible de alguna forma.

3o. Es pecado actuar con conciencia venciblemente errónea, puesto que en este caso hay culpabilidad personal.

   En la práctica se puede saber que el error era vencible si de algún modo se adivinó la ilicitud del acto, o si la conciencia indicaba que era necesario preguntar, o si no se quiso consultar para evitar complicaciones, etc.

 CONCIENCIA RECTA Y FALSA

   La conciencia es recta cuando juzga de la bondad o malicia de un acto con fundamento y prudencia, a diferencia de la falsa, que juzga con ligereza y sin fundamento serio.

   No debe confundirse la conciencia recta con la verdadera. Un sujeto actúa con conciencia recta cuando ha puesto empeño en actuar, independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se equivoque (conciencia errónea). Se puede juzgar con rectitud aunque inculpablemente se esté en el error. Es decir, es compatible un juicio recto hecho con ponderación, estudio, etc. con el error invencible.

   Para ilustrar lo anterior con un ejemplo, sería el caso del adulto recién bautizado y aun sin completa instrucción que, después de cavilar concluye que es obligación confesarse siempre antes de comulgar, aunque sólo tenga pecados veniales: juzga con aplomo considerando que los pecados veniales son incompatibles con la recepción del sacramento, aunque su juicio es erróneo invenciblemente, al menos de modo actual.

   Es claro que no puede darse conciencia recta en la conciencia venciblemente errónea, pues faltó ponderación, que es uno de los constitutivos del juicio recto.

La conciencia falsa puede ser:

A. Conciencia relajada. Es la que, por superficialidad y sin razones serias, niega o disminuye el pecado donde lo hay.

   En la práctica es fácil que los hombres lleguen a ese estado tan lamentable de conciencia que indica una gran falta de fe y de amor, y una culpable ceguera ante la realidad y gravedad del pecado. Son diversas las causas que conducen al alma a esa laxitud: la sensualidad en sus múltiples aspectos, el ambiente frívolo y superficial, el apegamiento a las cosas materiales, el descuido de la piedad personal, la falta de humildad para levantarse cuanto antes después de una caída, etc.

   Para salir de ella habrá que remover sus causas, procurar una sólida instrucción religiosa y fomentar el temor de Dios por medio de la oración y la frecuencia de sacramentos.

B. Conciencia estrecha. Es la que con cierta facilidad y sin razones serias ve o aumenta el pecado donde no lo hay.

   Es necesario combatirla porque puede llevar a cometer pecados graves donde no existen, y conducir al escrúpulo. Para ello es conveniente la formación y el pedir consejo a quien nos puede ayudar a tener un criterio más recto sobre los propios actos.

   No debe confundirse con la conciencia delicada, que teme hasta las faltas más pequeñas y procura evadirlas, pero sin ver pecado donde evidentemente no lo hay.

C. Conciencia escrupulosa. Es una exageración de la conciencia estrecha que, sin motivo, llega a ver pecado en todo o casi todo lo que hace.

   Esta conciencia se manifiesta en una continua inquietud por el temor de pecar en todo, principalmente en materia de pureza, y en la duda asidua sobre la validez de las confesiones pasadas, con la consecuente obstinación en repetir la acusación de los pecados en las siguientes; en el temor permanente de que el confesor no entienda la situación interior del alma y, por tanto, el deseo de repetir una y otra vez las mismas explicaciones, generalmente largas y minuciosas; en terquedad en los puntos de vista propios ante los consejos del confesor, etc.

   El escrupuloso debe actuar contra sus escrúpulos ya que no son sino un vano temor, que no tiene fundamentos y, sobre todo, esforzarse seriamente por obedecer al confesor, ya que el escrúpulo es una enfermedad de la conciencia que impide un recto juicio.

D. Conciencia perpleja. Es la que ve pecado tanto en el hacer una cosa como en el no hacerla; p. ej., el enfermero que piensa que peca si va a Misa dejando solo al enfermo, y peca también por no ir a Misa.

   Quien tiene ese tipo de conciencia debe formarse y consultar para ir saliendo de ella; cuando no le es posible hacerlo ante un acto concreto, debe escoger lo que le parezca menos mal, y si ambas cosas le parecen malas, no peca al elegir alguna.

 CONCIENCIA CIERTA Y DUDOSA

   La conciencia cierta es la que juzga de la bondad o malicia de un acto con firmeza y sin temor de errar.

   Hay obligación de actuar de esa manera porque de lo contrario nos exponemos a ofender a Dios. No es necesaria la certeza absoluta, que excluya toda duda; basta la certeza moral, que excluye la duda prudente y con fundamento. P. ej., si tengo hepatitis, tengo certeza absoluta de que la Misa no me obliga; si tengo una gripa que me obligue a estar en cama o recluido en mi domicilio, puedo tener certeza moral de estar dispensado hasta que me restablezca.

   La conciencia dudosa, en cambio, es la que no sabe qué pensar sobre la moralidad de un acto; su vacilación le impide emitir un juicio.

   Propiamente hablando no es verdadera conciencia porque se abstiene de emitir un juicio, que es el acto esencial de la conciencia; es más bien un estado de la mente.

La duda puede ser:

a) negativa: cuando se apoya en motivos nimios y poco serios;

b) positiva: cuando sí hay razones serias para dudar, pero no suficientes para quitar el temor a equivocarse.

Los principios morales sobre la conciencia dudosa son:

1o. Las dudas negativas deben despreciarse, porque de lo contrario se haría imposible la tranquilidad interior, llenándose continuamente el alma de inquietud (p. ej., si valió la Misa porque estuve muy atrás, si es válida la confesión porque me absolvieron muy rápido, etc.).

2o. No es lícito actuar con duda positiva, pues se aceptaría la posibilidad de pecar.

En este caso, por tanto, caben dos soluciones:

- Elegir la parte más segura, que es la favorable a la ley, no haciendo entonces falta ninguna consulta para salir de la duda, ya que así se excluye la posibilidad de pecar (si dudo positivamente si hoy obliga la Misa, y no puedo salir de la duda, debo ir a Misa. Es el aforismo popular que señala ante la duda, genuflexión).

- Llegar a una certeza práctica por el estudio diligente del asunto, la consulta a quienes más saben, etc.

 FORMACION DE LA CONCIENCIA

   Como la conciencia aplica la norma objetiva la ley moral a las circunstancias y a los casos particulares, se deduce con facilidad la obligación indeclinable que tiene el hombre de formar su propia conciencia.

   La conciencia es susceptible de un mejoramiento continuo, que est en proporción al progreso de la inteligencia: si ésta puede progresar en el conocimiento de la verdad, también pueden ser m s rectos los juicios morales que realice. Además, este juicio moral que realiza la inteligencia necesariamente se tiene que adecuar al progresivo desarrollo del acto humano, lo que hace que la conciencia se vaya formando también de esa misma manera progresiva: comienza con la niñez, al despertar el uso de razón; tiene especial importancia en la juventud, cuando crece el subjetivismo y falta el justo sentido de la realidad; debe continuar en la madurez, cuando el hombre afirma sus responsabilidades ante Dios, ante sí mismo y ante los demás.

   Por otra parte, la experiencia muestra que no todos los hombres tienen igual disposición para el juicio recto, influyendo en esto también circunstancias puramente naturales enfermedad mental, ignorancia, perjuicios, hábitos, etc. y sobrenaturales: la inclinación al pecado que ocasionan en el alma el pecado original y los pecados personales.

   Es necesario, por tanto, que el hombre se vaya haciendo capaz de emitir juicios morales verdaderos y ciertos: es decir, ha de adquirir, mediante la formación una conciencia verdadera y cierta.

   No es lo mismo estar seguro de algo (conciencia cierta) que acertar o dar en el clavo (conciencia verdadera). Quizá nosotros mismos hemos tenido la experiencia de hacer algo con la seguridad de estar en lo cierto, y haber comprobado después nuestro error. En otras ocasiones, en cambio, además de estar totalmente convencidos de algo, acertamos, damos en el clavo; en el primer caso, cuando estamos seguros, hay conciencia cierta seguridad subjetiva aunque luego se compruebe que no tenemos razón y no había, por tanto, conciencia verdadera sino errónea.

   Para tener conciencia verdadera y cierta necesitamos la formación: un conocimiento cabal y profundo de la ley seguridad objetiva, que nos permite luego aplicarla correctamente seguridad subjetiva.

   La actitud de fundar la conducta sólo en el criterio personal, pensar que para actuar bien basta el estar seguro de que mi actuación es buena, es de hecho ponerse en el lugar de Dios, que es el único que no se equivoca nunca.

   Por eso, la necesidad de formarnos ser tanto más imperativa cuanto más nos percatemos de que sin una conciencia verdadera no es posible la rectitud en la vida misma y, en consecuencia, alcanzar nuestro fin último.

   A esto se dirige precisamente la formación de la conciencia, que no es otra cosa que una sencilla y humilde apertura a la verdad, un ir poniendo los medios para que libremente podamos alcanzar nuestra felicidad eterna.

   Sin tratar de ser exhaustivos, ni de explicar cada uno de ellos, sí podemos señalar algunos de los medios que nos ayudan a formar la conciencia:

1) estudio de la ley moral, considerándola no como carga pesada sino como camino que conduce a Dios;

2) hábito cada día más firme de reflexionar antes de actuar;

3) deseo serio de buscar a Dios a través de la oración y de los sacramentos, pidiéndole los dones sobrenaturales que iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad;

4) plena sinceridad ante nosotros mismos, ante Dios y ante quienes dirijen nuestra alma;

5) petición de ayuda y de consejo a quienes tienen virtud y conocimiento, gracia de Dios para impulsar a los demás.

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(Escuela Cima)